sábado, octubre 25, 2008

Notas para un poema X

Convenimos, mi sombra y yo, en sentarnos a tomar una cerveza.
-Yo soy la espuma, dice ella.

Un hombre, una mujer y sus dos hijos habitan la casa que imaginé 
en el terreno vacío. La mujer sube las escaleras con las bolsas del 
mercado. El hombre sale a recibirla con harina en las manos y le 
dice que ya terminó con el engrudo. En una de las ventanas, 
los hijos montan una función de teatro de títeres con muñecos que 
aún están frescos. El ojo de uno se desliza y cae en un macetero.
La señora levanta la cabeza desde la escalera y ve cómo uno de los 
muñecos le está guiñando un ojo.

El poema que no me escribiste me está esperando tras una puerta 
erigida en alguna parte del aire. No tengo la llave para abrirla. 
Apenas un puñado de versos. Pero mis versos no abren puertas. 
Sólo saben mirar por el ojo de la cerradura.

Adivina adivinador: ¿de quién es ese esternón abierto del que 
emana tanta luz? (De mi padre)

333… 333… pasan las golondrinas de Joan Brossa. 
Las golondrinas de Joan Brossa son tres y, antes de seguir hasta el 
infinito, hacen verano en la página 74 de El tentetieso.

Argumento: un anciano camina con su bastón de madera por la 
calle. Pasa una mujer hermosa y envuelve al anciano con su 
perfume. El anciano queda boquiabierto y atropella mentalmente 
unos versos de Homero Manzi. La mujer no acaba nunca de pasar: 
su perfume teje rosas en el aire. Al bastón del anciano le crecen 
dos hojitas inmaculadamente verdes.

Ahora tengo un puñado de ojos que me espían. Me ven escribir 
que tengo un puñado de ojos que me espían y vuelven a hacerse 
versos. 

Pero no hay nadie en la rosa. No hay nadie en el zorzal. No hay 
nadie en el plátano ni en la baldosa quebrada con grillo muerto. 
He muerto de metáforas. Y mi sangre es miel de la melancolía.

sábado, octubre 18, 2008

Notas para un poema IX

“Esa mujer no estaba en sus caníbales”, dice Mario Trejo. 
“No molestarla que la melancolía ya tiene con sus abejas”.
Las abejas de la melancolía producen una miel desgarradora. 
La miel de la melancolía es el placer de los osos solitarios.

Esa primera vez, cuando el poeta descubre el callar de las cosas, y se 
une a ellas para palpar el silencio, tender sus sábanas innombradas 
para luego cavar en sí mismo, ahí, donde hablan todas las cosas, 
todos los nombres y toda la nada.

Cuando en el silencio no hay nadie cometemos cualquier acto con 
tal de grabarnos como un signo vivo en la hoja en blanco del tiempo.

La metáfora de la metáfora de la metáfora lleva a un vacío, a un 
nido de silencio, a una nada esbozada. Es un lugar infértil. Al poeta 
le toca descomponerlo, desvirtuarlo, darle vida para matarlo.

El agujero en la tráquea de mi abuelo Luis tenía un hilo de baba 
casi permanente en el borde inferior. Me horrorizaba. Por el 
agujero, su voz apenas audible se abría paso desde una antigua 
caverna, como por entre secas hojas de árboles muertos. Yo miraba 
el agujero negro y me preguntaba qué había más allá, a dónde 
conducía ese túnel lleno de misterio.

Zorzal de la medianera que bajás ahora a mi jardín: ¿me traés 
alguna hebra de aquella voz en cuclillas?

Anda una costilla furtiva tallando la corteza de los árboles. Se la 
presiente en el aire. Cuidado: los amantes hacen nido en cualquier 
lugar. Como duendes que no se ven, hurtan la manzana que Eva 
le obsequió a Adán.

Con la miel de la melancolía hacer pastelitos de amor. 
Darlos siempre. Andan osos con hambre.

viernes, octubre 10, 2008

Notas para un poema VIII

Anochece blanco sobre la casa de dos plantas donde duerme un 
hombre derramado sobre el felpudo de la entrada. Le cuelgan unas 
llaves de la boca. De una escupida abrirá la puerta con el adorno 
navideño. Pero antes acariciará a su gato, que es largo como un 
lagarto en los ojos de un niño. La puerta se abre y muestra el 
interior de un lavarropas con cientos de papeles escritos que se 
mezclan en seco y suenan como el aletear de las gaviotas en la orilla 
de un mar que se desagota en el cordón de la calle.

Cuando en el silencio no hay nadie…

Aún debo conservar el perro imaginario de cuando actuaba La dama 
del perrito de Chéjov. Debo tenerlo por ahí.

El mapamundi de mi sueño de niño se inventaba nuevas regiones. 
De pronto entre África y Oceanía crecía un continente con la forma 
de un ombú. En otoño, el océano Índico se poblaba de islas.

En cambio mi barrilete, querido Dylan Thomas, aquél con que 
jugaba en la mañana celeste de mi infancia, aún no ha tocado el 
cielo.

Deletrear el abecedario con los pies. Cada letra un salto. Una danza
que celebre el ojo despierto de Jean Dominique Bauby.

Cuando desapareció mi prima Nora, antes del mundial 78, mi madre 
decía que mi padre revolvería cielo y tierra para encontrarla. 
Nora había salido a buscar trabajo una mañana y ya no volvió. 
Nora parecía no estar en el cielo ni en la tierra ni en el último cajón 
de la cómoda ni en el altillo ni en el baúl del abuelo ni bajo 
ninguna alfombra. Después Nora estuvo en todas partes. Y todo 
el aire estaba lleno de Nora.

Un hueco en las horas como el agujero en la tráquea de mi abuelo 
Luis.

Un barrilete hecho mapamundi que busca en las alturas el sol, las 
nubes, el cielo que no tiene.

sábado, octubre 04, 2008

Notas para un poema VII

Un hombre se corta las uñas. Se deshoja.
Acaso sea Voltaire. El despertar de Voltaire, de J. Huber, en la
tapa de El jardín de las dudas de Fernando Savater.
O quizá sea Oscar Wilde, quien pone una coma –o la quita- en su
escrito, y ese es todo el trabajo literario producido en el día.

Hoy llamaré a mi madre y le preguntaré por la receta del puchero.

Acaso la inteligencia de un escritor debería medirse por la cantidad
de libros publicados de los que se arrepiente.

Me concentro en un terreno que hay en una manzana cerca de aquí.
Tiene alrededor casas y edificios. El terreno está solo, bajo las
sombras de las construcciones. Empiezo a imaginar una casa de dos
plantas. Balcones. Ventanas. Puerta de madera. Necesito la
presencia de una escalera exterior con su descanso para ver las
personas que habitan la casa. Suben y bajan. Las hago entrar por un
balcón, salir por el techo. Cambian de ropa, de objetos que llevan,
y a veces de cara. Las hago desayunar en el descanso, telefonear
sobre una ventana, dormir en el felpudo de la entrada.
Cuando paso por esa calle repito siempre el ejercicio de imaginar
que hay en ese terreno vacío una casa, que habitan personas que no
existen.

Un hombre se cortaba las uñas de las manos en el umbral de una
casa que aún no estaba allí.

Ir sin manos a hurgar profundo en el hueco de las horas.

Cuando el amor se parece a Job.

Una vez vi un hombre en llamas en el hall de entrada de una casa.
Fue en San Fernando. Yo era chico. Pensé que era el Diablo. Pero
hoy creo que no lo era. Su cara colorada tenía una mueca de dolor
terrible. Era un llanto de lágrimas encendidas. Estaba sentado. De
perfil. Se retorcía entre mil llamas, desgarradoramente.
Cerré los ojos –pensé que era mi imaginación-, y al abrirlos,
el hombre ya no estaba.

Un hombre se deshoja: ojo por ojo, uña por uña, gota por gota,
hora por hora, pelo por pelo y se desnace en el viento.

Las uñas cortadas, que tanto sirven para comas como para trazar
el contorno de la luna.