viernes, agosto 17, 2007

Nocturnos

La voz que lo nombra conjuga partes desiguales. El aire que serpentea lo completa, lo junta repartido.


Cuelgan las estrellas, la luna y no se les ven los hilos. Las nubes en cambio son corridas hacia un lado. El gallito de los cuatro vientos sólo sigue la corriente.


El desesperado atrapa en un puño la luz del farol que viene de la calle. La arroja hacia el cuarto oscuro de sus textos.


Pasos en la calle. Gente regresando. La hora en que las caras se parecen al calzado.


Despacio entra la luna por la ventana. Despacio se irá yendo en la madrugada.


Cree que hay otra vida detrás del espejo y que si lo atraviesa rompiéndolo en pedazos puede perderla.


La palabra Mañana. Como la tarjeta de los Árboles mueren de pie. Escribe en el dorso: Quien dice mañana dice nunca.


Un reloj que envejezca; al que se le caigan las horas como dientes.


Puerta. Luz debajo. Una línea fija. Intersticio por donde echar un sobre con instrucciones para pasar por la puerta sin abrirla.


Noche. Ventana. Afuera hacen el poema un perro y una estrella.


Se mira en el espejo del baño. Con espuma de jabón dibuja una sonrisa en el vidrio. Ahora sus ojos no combinan con su nueva cara.


Ser poeta como última oportunidad para el inútil. Tener en la mano un cuatro de copas y jugarlo como un as de espadas.


Noche cerrada. Ni un grillo al que putear.


Pasar un alambre por el centro de cada estrella y obtener una pandereta que rompa el silencio, la noche.


El alba ciega los ojos del insomne. La luz azul deja ver tumbas en la calle empedrada. No hay que cortarse las venas –dice-, hay que anudárselas.


Caminar sobre palabras, sí, pero hundirse de significados.


Vomitar palabras. Vomitar la infancia.