En mi sueño se desplegaba un mapamundi. En él se divisaba la
casa de mi infancia. Después era un papel blanco escolar cuyos
bordes se parecían a los puños de un guardapolvos. Yo orinaba sobre
el papel. Yo era un desagüe y alrededor era otoño. Hay un
dejarse llevar que tiene una poesía secreta al orinarse uno en la cama.
Recuerdo cuando pesqué un bagre y al tomarlo se me clavó una aleta
lateral en el dedo medio. Las aletas de los bagres son aserradas.
Fui a que me la quitara mi padre. Pero ahora me doy cuenta de que
anduvimos, aquel pescado y yo, caminando unidos por la calle.
El problema del poema es que hay que escribirlo. Sospechar que de
algún modo ya está hecho entre las páginas del aire. Saber que él
no nos necesita.
“Que el verso sea una llave que abra mil puertas”, proponía
Huidobro. Yo hasta he procurado valerme de ganzúas.
Por el aire pasaba un bagre infinito.
Un pez que hablaba del aire cuya voz imitaba la balada de un grillo
muerto.
Pasaba un hombre muy encorvado, como si viniese de abrazar una
gran pelota.
La cama del muerto con su manto de luz lleno de partículas que
cantan una canción llena de ausencias. Parece una idea de Van Gogh
pero pintada por Rembrandt.
La pintura entendida como vía de modificar una sociedad aún está
por pintarse. La sociedad modifica las pinturas según pasan las
generaciones.
Una llave que abra mil puertas a unos le dará poder, a otros,
sensación de inseguridad.
Un mástil al que le crece una bandera que hay que podar hasta
dejarla en estado de esperanza.
La cama del muerto ilumina la habitación más allá de la luz que
desenrolla sobre ella la ventana apenas asomada. El colchón
hundido es un molde vacío.
Pasaba un hombre muy encorvado, como dispuesto a dar una
vuelta carnero.