domingo, agosto 30, 2009

Nocturnos

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La anciana vecina ha muerto. Se extraña el ruido de una silla, unos pasos que siempre se perdían en la voz del locutor de la radio. El sonido del teléfono a la misma hora. La voz entrecortada de la charla de dos o tres minutos. La ventana de su casa está cerrada. La única luz es la que entra por la calle. Detrás de las cortinas, me parece ver a la anciana en su silla, tejiendo una larga bufanda para el próximo invierno.


Al alba reír de no muerto. Reír como los pasillos, los zaguanes cuando los alumbra un juguete olvidado con toda la ausencia de niño derramada.

Descansa la camisa del hombre en los hombros de la silla. Alguien enciende una luz allá afuera e ilumina el cuarto. Los cuadros de la camisa vuelven a entrecruzarse.

Un puño contra la mesa y el vaso de vino se vuelca. Los papeles vencidos, los versos de Marechal, el poema de amor sin terminar. La tinta de los versos se une a la uva tinta del vino. La otra tinta, la de las venas, no ve luz por ahora.

La cama, su hendidura extendida donde descansa un muerto ausente.


Rezo y ritual del solitario que sale al jardín para contactarse con ese cielo de Bagdad cuya estrella principal quedará sola luego del último encargo. Después entrará en la casa y se echará de hombros en la cama. De nuevo, como cada noche, la estrella dormirá afuera.


Dormite, noche. La noche, la idea de la noche, anda despierta.