(Leo Sentar cabeza, de Enrique Molina. Me reconozco en esa raza violeta, en esa raza verde, rico de todo cuanto me rodea. )
¿Y cuándo sentarás cabeza?
Y en qué lugar.
En qué silla cómoda he de sentar cabeza, y ante qué mesa de estarse quieto y en paz.
Siento cabeza como quien baila sobre espuma lila y despabila
burbujas como sueños de princesa
como quien canta en una trinchera una canción de cuna
como quien seduce a un cachorro de tigre de bengala
como quien saca a bailar a una estatua
a un busto patrio
a una tumba.
Siento cabeza como los cubiletes al vomitar sus dados
como las copas colgadas en un restorán
como la olla que volteó el perro sin darse cuenta
como la moneda que cae de canto sobre un zócalo y es espejo donde se peina la oruga
como la tostada que cae de cara con su cara de mermelada contra el piso.
Siento cabeza en el murmullo de los plátanos
en las estrofas de los alambrados
en el silencio de las escobas de las nubes
(si hay un unicornio entre ellas, siento cabeza en él)
en las campanas lejanas de las iglesias que suenan como
sentencias fatales
en el fragor de unas prendas colgadas a secar chorreando asuntos
y presencias.
Siento cabeza en cualquier pie que no haga pie
en la ronda de los niños de frentes transpiradas
en los bastones de los viejos que arponean las baldosas
en las cicatrices de parto
en la renguera de un perro diciendo Sí con la cabeza y
No con la cadera
en la mirada del ciego que me mira como si me conociera
en las lenguas del mar en la orilla donde se espeja la mañana
en la luz de un farol con su danza de insectos del verano.
Siento cabeza como lloran los niños del último banco
junto a Federico García Lorca: “pulso herido que ronda las cosas del otro lado”.
Siento cabeza en los suspiros de larga distancia
en las monedas que lucen los pescados colgados
en las almejas boquiabiertas
en los trenes que se desinflan al llegar a una estación
en las sirenas de los bomberos
en los panaderos con los que hace malabares la brisa
en los mascarones de proa siempre de mirada altiva
en la sonrisa de los botones de las blusas
en los pizarrones de las medianeras
en los novenos pisos con macetas de azúcar donde puede haber alguien dispuesto a arrojarse
en el guiso humeante de los albañiles
en las puertas de un prostíbulo
en los pechos de las monjas
en los ojos de las vacas
en los corazones tallados en los árboles que lloran fechas
y promesas
en los barriletes de cola como trenzas
en las pelotas que no bajan nunca
en las carteleras con dibujos de una escuela
en los toboganes de las plazas
en una procesión de hormigas cuando parecen veleros con
hojitas verdes sobre sus cabezas
en un sacacorchos
en un trompo
en una chimenea
en las puertas de los baños públicos aunque se anuncie un
sexo de violencia
en las calesitas con música de Abba
en septiembre
en Marruecos
en la niebla
en un Monte de Venus
en los trapecistas
en las gaviotas que parecen colgadas de un techo y penden de hilos invisibles
en un muerto en la calle
en los plumeros raídos buscando aves en los estantes o en el
polvo que flota en el aire
en los peinados que lucen los pinceles usados
en los pinceles que usan ciertos peinados
en las barbas del choclo
en los muñecos rotos con la mueca de alguien
en los girasoles saludadores con manos de alumno de jardín de
infantes
en cualquier acantilado con boleto de ida
en cualquier sobremesa cualquier noche cualquier día.
Siento cabeza en un beso.
Siento cabeza en la luna.