“Esa mujer no estaba en sus caníbales”, dice Mario Trejo.
“No molestarla que la melancolía ya tiene con sus abejas”.
Las abejas de la melancolía producen una miel desgarradora.
La miel de la melancolía es el placer de los osos solitarios.
Esa primera vez, cuando el poeta descubre el callar de las cosas, y se
une a ellas para palpar el silencio, tender sus sábanas innombradas
para luego cavar en sí mismo, ahí, donde hablan todas las cosas,
todos los nombres y toda la nada.
Cuando en el silencio no hay nadie cometemos cualquier acto con
tal de grabarnos como un signo vivo en la hoja en blanco del tiempo.
La metáfora de la metáfora de la metáfora lleva a un vacío, a un
nido de silencio, a una nada esbozada. Es un lugar infértil. Al poeta
le toca descomponerlo, desvirtuarlo, darle vida para matarlo.
El agujero en la tráquea de mi abuelo Luis tenía un hilo de baba
casi permanente en el borde inferior. Me horrorizaba. Por el
agujero, su voz apenas audible se abría paso desde una antigua
caverna, como por entre secas hojas de árboles muertos. Yo miraba
el agujero negro y me preguntaba qué había más allá, a dónde
conducía ese túnel lleno de misterio.
Zorzal de la medianera que bajás ahora a mi jardín: ¿me traés
alguna hebra de aquella voz en cuclillas?
Anda una costilla furtiva tallando la corteza de los árboles. Se la
presiente en el aire. Cuidado: los amantes hacen nido en cualquier
lugar. Como duendes que no se ven, hurtan la manzana que Eva
le obsequió a Adán.
Con la miel de la melancolía hacer pastelitos de amor.
Darlos siempre. Andan osos con hambre.