Dejar caer una gota de agua sobre una mesa. Tomar un fósforo.
Frotar el fósforo contra la gota de agua y encender un poema.
Ahora vuela una abeja tras el ventanal. Se pasea por el jardín en
círculos irregulares. Es una gota de miel flotando al sol. Perdida,
anda tras la miel de la melancolía.
Cuando se rompe un verso-llave-espejo no sobrevienen años de
mala suerte. La mala suerte reside en que el espejo no espeje, en
que la llave no encuentre la cerradura del poema y que el verso
no sea más que un verso.
La magia de la poesía consiste en tomar un trago de brisa en
ayunas y vomitar los dieciocho vasos de whisky de Dylan Thomas.
Las lágrimas no lloran. Tampoco caen. De brillar, suben.
Si yo fuera un poema sería uno muy malo, por cierto. Escrito por
un aprendiz que gustaba de hacer bromas.
La cruz que colocaron en memoria del hombre que se ahorcó en el
árbol que se ha secado, también está seca. Como si alguien en ella
hubiera sido crucificado.
Punto de fuga. De él hago partir rayos como los de la rueda de una
bicicleta. El manubrio está hecho de dos fideos. El resto se resuelve
en una cola de cometa. A la bicicleta rauda se sube un soldadito:
ese verde que está de pie en el primer estante de mi biblioteca.
El soldadito es uno de los tres que me quedó de recuerdo de mi
infancia. Ya no tiene armas y le falta una mano: fueron masticadas
por los dientes de mi hermana cuando yo era chico.
Allí va, Patricia, parte hacia el cielo, recibilo, mordelo un poco más,
está demasiado entero.
Está tronando afuera, y los parlantes del cielo se desgañitan. Caen
las primeras gotas como si llevaran demasiado tiempo aburridas
en el regazo de las nubes. Truena muy fuerte, como si alguien
quisiera vendernos una lluvia.
Cuando llegamos a la esquina, mi sombra dobló hacia la izquierda
y se esfumó. Me detuve. A mis pies yacía la sombra de un árbol.
Alcé mis brazos y me quedé estático ante la mirada de un niño.