viernes, octubre 10, 2008

Notas para un poema VIII

Anochece blanco sobre la casa de dos plantas donde duerme un 
hombre derramado sobre el felpudo de la entrada. Le cuelgan unas 
llaves de la boca. De una escupida abrirá la puerta con el adorno 
navideño. Pero antes acariciará a su gato, que es largo como un 
lagarto en los ojos de un niño. La puerta se abre y muestra el 
interior de un lavarropas con cientos de papeles escritos que se 
mezclan en seco y suenan como el aletear de las gaviotas en la orilla 
de un mar que se desagota en el cordón de la calle.

Cuando en el silencio no hay nadie…

Aún debo conservar el perro imaginario de cuando actuaba La dama 
del perrito de Chéjov. Debo tenerlo por ahí.

El mapamundi de mi sueño de niño se inventaba nuevas regiones. 
De pronto entre África y Oceanía crecía un continente con la forma 
de un ombú. En otoño, el océano Índico se poblaba de islas.

En cambio mi barrilete, querido Dylan Thomas, aquél con que 
jugaba en la mañana celeste de mi infancia, aún no ha tocado el 
cielo.

Deletrear el abecedario con los pies. Cada letra un salto. Una danza
que celebre el ojo despierto de Jean Dominique Bauby.

Cuando desapareció mi prima Nora, antes del mundial 78, mi madre 
decía que mi padre revolvería cielo y tierra para encontrarla. 
Nora había salido a buscar trabajo una mañana y ya no volvió. 
Nora parecía no estar en el cielo ni en la tierra ni en el último cajón 
de la cómoda ni en el altillo ni en el baúl del abuelo ni bajo 
ninguna alfombra. Después Nora estuvo en todas partes. Y todo 
el aire estaba lleno de Nora.

Un hueco en las horas como el agujero en la tráquea de mi abuelo 
Luis.

Un barrilete hecho mapamundi que busca en las alturas el sol, las 
nubes, el cielo que no tiene.