Hay un hueco en las horas.
Vivimos para aprender, en algún momento, que hay un hueco en
las horas. Un falta algo. Una desproporción. Una figura en falsa
escuadra. Un hambre no se sabe de qué en el vértice más lejano de
las horas.
El problema de Kafka era no saber ser otro que Kafka. Nunca se
sabe ser otro: se desea. Todo el arte está impregnado de “ser otro”.
Las criaturas de Lautréamont diciéndole a Dios -defecado por el
hombre-: no queremos ser como tú.
El caos del aire es un cementerio lleno de vida.
Todo lo que hay es tiempo. Un tiempo cuyas horas reservan un
hueco para la conciencia.
Si yo tuviera tus manos como cachorros de león recién nacidos
sabría de otra voz. Una voz de flauta celestial, maravillosa. Sordo
a todo lo demás, la acunaría en silencio. Cada silencio tuyo: un
universo.
En el aire había un malabarista de nubes. Mojaba sus manos en la
lluvia para moldear seres de otra fantasía. Cuando abrí los ojos, aún
no había llovido. Un hombre empujaba su carro: arrancaba panes ya
maduros a los cestos de basura florecidos.
No sé quién era los pasos bajando por la escalera. No sé quién el
sonido interrumpido, la pequeña pausa para leer el correo. Suelas
que se apilan. O se desapilan. Seguidilla de seguir. De seguir siendo
en los escalones como teclas de la escalera.
Hay un hueco en las horas. Un ojo que desmira. Un túnel entre
escombros. Un abismo que se agita, absorbe, respira. Hay un siglo
en las horas, y más allá un infinito. Hay una ostra. Una bitácora. Un
escalpelo. Un reloj dentro de un reloj dentro de un reloj como en
cajitas chinas.
Y hay lo que no hay, en las horas.