sábado, abril 18, 2009

Notas para un poema XXX

Permitidme, Dios mío, que sea pato
¿Para qué tanto lío,
tanto papel,
ni tanta pamplina?
Pato.

Mira, como aquél
que va por el río
tocando la bocina…


Blas de Otero




Mañana fresca. Cielo nublado. Todavía se respira en el aire la lluvia de anoche. Me descalzo y empiezo a entretejer mis pies en la arena. Un hombre comanda con dos hilos un barrilete, que aletea bravo, pecho al viento. Un perro negro le ladra, hocico al cielo. Toco el mar. Camino las olitas de la orilla; frescas, muy frescas, y pienso en distancias. La distancia de tocar el mar con los ojos y el de tocarlo con los pies. Pienso en la última vez que estuve aquí.
Por un momento dejo de oír al perro. Y sin embargo ladra como si fuera a tragarse al barrilete de un solo bocado. Las manos del
hombre parecen pedalear asidas a los hilos. Pienso si estaría dispuesto a hacer lo mismo con una nube. Me interno unos metros en el mar. Con total sorpresa descubro un pato hamacándose en las olas, más allá, a un tiro de piedra, como se decía antes. Es un pato negro. Pienso si no es Blas de Otero. Nunca había visto un pato nadando en el mar. En ese momento se me acerca un perro. Otro. Mediano. Es un callejero. Un perro de playa que gusta de remojarse un poco cada tanto. Me hace las gracias que hacen los perros cuando quieren ganarse nuestra amistad. Es cachorro aún y tiene esa inocencia propia de los que avizoran un futuro. Esa esperanza que irá gastando en la arena y por las calles de San Bernardo si es que alguien no se queda con él. Ahora le acaricio la cabeza, le doy unas palmadas y nos hacemos amigos. Blas de Otero desaparece en el horizonte como si buscara nuevas utopías. El barrilete del hombre descansa ahora ya sin firmezas en la arena, de cara hacia las nubes. Y un grupo de gaviotas pasa sobre mí tocando su bocina.

Qué hermosa sos, le dije, y la levanté de la arena. La sumergí en una ola para limpiarla y brilló como una novia. Aún mojada y con todo su brillo en pie, la guardé en un bolsillo. Creo que fui su bicho, su molusco bivalvo mientras anduvimos juntos.

Máximo, que en algún idioma debería querer decir “El que ama y ríe”. Frente al mar, imbuida de su belleza, no se puede esperar mejor cosa de mi alma.

La playa, lamida por el mar, descubre esta mañana un cielo estrellado de conchillas.

Seis gaviotas caminan con premura de mujer distinguida por la orilla. Vienen por los restos que deja la lancha pesquera. Vistas de atrás, parecen tener brazos cruzados tras el lomo. Voy hacia ellas y se vuelan. De pronto son otras. ¿Barriletes de quién son? Los hilos no se les ven y hacen círculos. Blanco sobre el blanco del cielo nublado. Pero es un blanco lleno de montañas. Un blanco lleno de hombres, de hombres niños que tal vez han perdido su barrilete entre las nubes.

Los tiburoncitos que yacen de espalda en la lancha pesquera tienen una herradura de silencio en la boca.

Una caracola en la arena volteada hacia el sol. Oreja por donde oye la playa.

El cielo se abre a las once en punto. Alguien escribe en la arena lo que se leerá más tarde en una foto. Otros perros corren tras un ciclomotor. Son diez. Son veintiséis. Un ovejero alemán no puede con su cadera y da la sensación de que va a partirse en dos. Va último en la fila pero no quiere perderse la fiesta de la velocidad y los truenos del motor. Una gaviota ajena a todo, baja y se detiene en un borde de la lancha pesquera como si se posara en un verso.

San Bernardo, octubre de 2008.


Fin de las notas.
¿Fin de las notas?




Con Agustina en La Lucila del Mar, cerquita de San Bernardo, en aquellos días.