domingo, marzo 29, 2009

Notas para un poema XXVII

Las tortugas copulan en el jardín. Emiten un sonido de reptil de película de ciencia ficción de los 50. Gozan. Y yo escribiendo…

El saco negro con caspa en los hombros colgado en la silla figuraba
un cielo estrellado.

La foto de la niña down en el cartel al costado de la avenida
General Paz, donde se lee: Tiene algo especial, te tiene a vos.

¿Y qué vas a decir entre lo dicho? ¿Campanas del vacío tañen como quien pica la senda escabrosa de las horas?
¿El de guardapolvo blanco dibuja un pez en lugar de un sol, que a la vez es un pez y es un sol? ¿Y qué vas a callar entre los pliegues de lo no dicho? ¿Lo callado es una piedra que espera ser esculpida?
Ya sale el pez y el día comienza. Las piedras juegan con las olas. Hay campanas vacías en las gaviotas: de estar por sonar, brillan. Está abierto como un tajo el día.

Destapar un libro y volcar las palabras en una palangana. Hundir las manos en la palangana y empaparnos la cara con palabras hasta volvernos completamente ilegibles.

Sombras tejen cuervos. Rincón final de la ciudad. Al amparo de la luna, un hombre se masturba y se conecta con el universo.

domingo, marzo 22, 2009

Notas para un poema XXVI

Una pareja discute en medio de la noche. Son vecinos del departamento de enfrente. Se gritan. Pelean como más que dos, como perro y perro. En mi ventanal chorrean sus voces etílicas.
Tienen muchas voces en sus voces. Hacen ruidos de platos, de cubiertos que parecen cuchichear entre ellos en un rincón a salvo. Ruido de persiana atascada, pasos entre almohadones o trastos, ruido de sillas con pesuñas aferradas al parqué. Ella lo insulta y 
cae la madre de él. Él la insulta y le dice que ella no debió haber nacido. Luego se corrige: hubieras muerto al nacer. Después se produce un silencio. Corren la mesa. Ella retoma desde el insulto anterior pero esta vez amplía el concepto. El contesta sin ganas, lacónicamente, y hace una pausa. Estrenaremos en mayo, dice ella. No, en junio, dice él, y agrega: no llegamos. Cómo no vamos a llegar, la letra está, vos estás perfecto, y yo con el nuevo
vestuario…

Detrás del cura, que ahora baja por la escalera, se alza la catedral como una gigantesca lápida. Un grupo de feligreses se acerca y saluda al enterrado.

Los amantes son el dibujo de un niño. Mal pintados se ven mejores. 

Hoy encontré entre mis libros la estrella que me regalaste. 
Qué estrella más gorriona, qué usina de cabeza de alfiler. Tenía en los párpados dos carbones insomnes, y sus manos de flecos
hawaianos se agitaban como si buscaran algo mejor para ponerse.

Cavo en mí las horas. Me socavo. Desciendo por las vagas notas de un bandoneón casi dormido. Al final, cuelgo mi pala de cavar. 
Está listo. Ya soy un pozo. En mí trastabilla la luz que pasa a interrogarme.

La paloma de Picasso gira por el mundo: no encuentra paz todavía

Con el dedo índice arqueado, golpear una rosa hasta que salga alguien.

El pino se colocaba un clavel del aire en la solapa y concurría a la gran fiesta del día. Domingo. Los timbales en el desagüe. Llovía. 

sábado, marzo 14, 2009

Notas para un poema XXV

Camino la playa con una mariposa en el hombro. Yo también miro desde ahí. Creo que a ambos nos alza una ola invisible. Como si el pincel de alguien nos estuviera pintando, dando últimos brillos, remarcando sombras. Estamos situados en algún escalón de la tarde, perdidos en otros asuntos, caminando. La mariposa que llamé Patricia se me vuela y se va por un bolsillo del cielo. 
El de guardapolvo blanco salta en la arena, junta conchillas que 
crecerán en sus bolsillos. Lleno de ángeles, mira ahora desde el hombro de un médano.

El balbuceo de los sillones de mimbre. Nunca terminan de 
acomodarse sus astillas en el aire. 

Los dos versos finales de The happy child, de Cortázar: 
“oh niña que no ves moverse
las alas de una rosa negra”. 
Ni las abejas del aire ve la niña feliz. Pero cuando la rosa negra ya no esté, no dirá que se ha volado: buscará los pétalos en su cabeza de dicha, sus manos locas revolotearán el aire sobre su cabeza como alas de rosa negra.

Salí a caminar. El sol ya había abierto. Las rejas de las casas bajo el rocío, las celosías y las puertas cerradas eran vecinas con muy mal humor.

Silencio: pasa una mosca. Detrás un cortejo invisible, largo como un zumbido. Cómo no pensar en la muerte. O al menos en una carroza fúnebre rumbo a un entierro. El resto de las cosas de pie, 
de piedra, santiguándose.

Niña: ¿acaso no ves la mosca de la muerte en los pétalos de la rosa negra?

Como la que te amaba y te hablaba de siempres y siempre temía una despedida. Vos, que eras el hombre de su vida, y ahora no te dice ni hola.

Los amantes crecen en buhardillas y andenes, en los samovares del asfalto del verano, en los mateos de los bancos de las plazas, en las copas de los tapiales orinados por los perros, en azules de madrugada con tejados a dos aguas, en la lluvia que aún chorrean los árboles a los que nadie les avisó que ha parado de llover. En tantas otras partes crece la inesperada llama. Cada vez que alguien sueña el amor nace el mundo, echa a andar la primera hora. Adán y Eva andan desnudos, frágiles, eternos. El árbol de la sabiduría aún no sabe nada. 

domingo, marzo 08, 2009

Notas para un poema XXIV

Ahí vienen las excusas. Me invaden, me cercan. Me conminan a que las exhiba con la fuerza de un estandarte y no son más que un flácido sable amarillento. Ah, quién coserá mi boca en esta noche de renuncias. 

Crepúsculo. El mar de la tarde como mirado rojamente por la boca mal pintada de una prostituta. 

La bicicleta con alas de José Pedroni un día va a volar. 
Y empezarán a volar todas las bicicletas del mundo. El mundo, 
que según José, es una bicicleta también. El cielo será un velódromo -como quería José que todos los pueblos tuvieran-, y las bicicletas volarán acá y allá y más allá. Nada las podrá detener. 
Ni la guerra. Tampoco los negocios de los hombres por la paz podrán alcanzarlas.

Moby Dick mira el cielo de la tarde y el sol es un inmenso goterón que llora al mundo. Un ojo de ballena que se apaga en el mar del cielo de la tarde.

Las cartas que esperamos se encuentran en algún lugar. Han dejado de volar y habitan un buzón en el tiempo. El buzón es su nido.

Nunca comí naranjas más sabrosas como aquellas que olía cuando mi padre las pelaba después de la siesta. Tomaba su mate cocido 
en un jarro de aluminio con el escudo de la Marina. Hundía sus dientes en los gajos y todo el aire se perfumaba de naranjas. Caían gotitas en la mesa como si la mesa fuera tierra fértil y nos fuera a dar después un árbol de naranjas. Antes de volver a su trabajo, mi padre se calzaba el llavero en el cinturón y encendía medio cigarro. Las llaves tintineaban cuando él se iba y una voluta de humo se 
alargaba y se escapaba por la puerta. Las naranjas quedaban solas, colgadas bajo el techo de la casa. Se abrían paso entre el brillo de las llaves y el humo del cigarro. Como naranjas encendidas, andan por toda la casa las manos de mi padre.