viernes, enero 09, 2009

Notas para un poema XIX

Yo soy el de guardapolvo blanco. Y el que está a mi lado en la 
foto –sombra ya anunciada- es el Hastío. Estamos sentados en un 
último pupitre del aula de la escuela. Yo le muestro mis figuritas y 
el Hastío las de él. Todo en silencio. Luego nos abocamos a otros 
juegos. Miramos por una ventana y vemos caminar futuros 
cadáveres. Convenimos en que el dibujo de la rayuela es un cuerpo 
humano. La tiza borroneada en la palabra Cielo se parece a una 
mancha de humedad en una pared. Recito viejos chistes mientras 
el Hastío se aburre localizándonos en un planisferio rugoso. En un 
cuadro, San Martín empuña una varita mágica por la que brota una 
bandera celeste y blanca sin palomas ni conejos. En el pizarrón 
negro no hay nada escrito. Es un cielo nocturno con estrellitas que 
no brillan. De pronto el Hastío me señala las tetas de mi maestra 
de quinto grado. Yo, en cambio, tengo presentes los ojos de 
Alejandra, de cuarto B, que se parecen a los de Gabriela Gilli. 
Extraño mi casa. Quiero irme, quiero ir a ver a los Tres Chiflados. 
El Hastío me tironea de una manga, me arruga una solapa y me 
muestra un crucifijo. Le repito que me voy, que estoy harto.  
-Ya está bien por hoy. Dejemos las “cuestiones del alma” para 
otro día.

Esperamos una carta que se abra en mil palomas. 
Esperamos una carta que baje como una estrella implacable y nos 
ampute la soledad antes de que se haga gangrena.

Ah, escribir ahora una línea que justifique mi día en este mundo… 
¿Quién pudiera? Estoy cansado y tengo un yunque sobre mi cabeza. 
No se trata de tener un fósforo y una gota de agua, ni de seducir 
musas. Hay que tener un fuego con el que podamos dar de beber. 
Encender los minutos, que llegan con su hambre de cachorro, 
como a velitas de cumpleaños. Derretir el yunque e inscribir en él 
con delicada algarabía algo así como un alentador epitafio. 

Repleto del vacío de las horas, camino intangible de la mano del 
hastío.

En el paraíso de las musas, La Muerte es un ángel caído.

Como en la ciudadela de Ferrer “Cuando acabe de morirme sé que 
estarán mis compinches velándome en tus cornisas” Estos versos 
de gran belleza me acompañan siempre, son mis compinches. 
También yo quiero llevarme el “crepúsculo en mis huesos, chiflado 
de melancolía”. 
Siento que asciendo a los balcones, a los techos, a los cables de 
alumbrado, a las chimeneas, y saludo en las cornisas a mis amigos, 
a mis novias, a mis perros queridos. Ah si todo fuera subir a los 
techos para recuperar la pelota atrapada en la canaleta del desagüe 
para seguir jugando…