viernes, enero 23, 2009

Notas para un poema XXI

Esperamos una carta como la cinta en el pelo de las alumnas de
una escuela. Moño al viento, cándido: ofrenda al sol, de un sol 
dibujado en los pizarrones. Carta bajando por una cascada de
montaña. Las frutas de estación acompasadas en las múltiples 
partituras del aire. Flores silvestres en la frase “aquí te envío”; 
canasta de dulces en “aquí no para de llover” y en “ayer fuimos al 
mar”.
Esperamos una carta que estampe su beso celeste sobre nuestra 
última cicatriz.

Sentar cabeza en los maravillosos círculos de A beneficio de 
Mr. Kite de Los Beatles. Vendrán los Henderson, y Henry, 
el caballo, bailará el vals.

En otra esquina, mi sombra estaba esperándome.
-¿Qué hacés aquí?, le pregunté.
-Nada, me dijo asombrada (las sombras se asombran de nada), 
sólo estaba esperando “una forma original”.

Observo al zorzal comiendo su espagueti de lombriz. Después 
vuelve a la cima de la medianera. Ahora sí, con la panza llena, 
es mucho más fácil observar el mundo.

El tiempo es una mecedora. Cuánto aplasta en su vaivén irreflexivo. 
Sus pies de tablas de esquí de caramelo olvidado al sol machacan 
las horas para servirlas desgranadas en el plato principal del olvido.

Y en una gota de agua se puede encontrar un ángel: ¡no la bebas! 
Puede ser la gota que rebalse el vaso, puede ser la mismísima sed 
con alas, pude ser la gota de sabia de un ser mitológico, puede ser 
la lágrima de un santo, puede ser la última vez que veas un ángel. 
Secarla con un pañuelo y arrojarlo hacia el cielo. Si el pañuelo 
baja es porque es un ángel. Los milagros existen.

Mi abuelo Luis tenía una metáfora en la tráquea. 
Los lugares comunes de la luz se quedaban en las puertas del más 
allá. Un minotauro dormía plácidamente en las entrañas de mi 
abuelo. Mi abuelo hablaba con una voz de más allá, una voz de 
minotauro entre dormido.

Me pareció verla en el tren. Estaba sentada del lado de la ventanilla 
y el paisaje le cabalgaba en la cara. Leía una revista de diseño. 
Pero no podía ser aquel maniquí que me encandiló desde la 
vidriera de la casa de ropas. Me fijé en el corte de su vestido,
si correspondía. No pude hallar una pista clara. Sus poses eran 
naturales y sólo alzaba los ojos para mirar su reloj y por la 
ventanilla. Antes de bajar se retocó los labios. Al guardar su espejo 
de mano, noté la pintura saltada en una de sus uñas. Como la 
cachadura que suelen lucir los viejos maniquíes.