Anochece blanco sobre la casa de dos plantas donde duerme un
hombre derramado sobre el felpudo de la entrada. Le cuelgan unas
llaves de la boca. De una escupida abrirá la puerta con el adorno
navideño. Pero antes acariciará a su gato, que es largo como un
lagarto en los ojos de un niño. La puerta se abre y muestra el
interior de un lavarropas con cientos de papeles escritos que se
mezclan en seco y suenan como el aletear de las gaviotas en la orilla
de un mar que se desagota en el cordón de la calle.
Cuando en el silencio no hay nadie…
Aún debo conservar el perro imaginario de cuando actuaba La dama
del perrito de Chéjov. Debo tenerlo por ahí.
El mapamundi de mi sueño de niño se inventaba nuevas regiones.
De pronto entre África y Oceanía crecía un continente con la forma
de un ombú. En otoño, el océano Índico se poblaba de islas.
En cambio mi barrilete, querido Dylan Thomas, aquél con que
jugaba en la mañana celeste de mi infancia, aún no ha tocado el
cielo.
Deletrear el abecedario con los pies. Cada letra un salto. Una danza
que celebre el ojo despierto de Jean Dominique Bauby.
Cuando desapareció mi prima Nora, antes del mundial 78, mi madre
decía que mi padre revolvería cielo y tierra para encontrarla.
Nora había salido a buscar trabajo una mañana y ya no volvió.
Nora parecía no estar en el cielo ni en la tierra ni en el último cajón
de la cómoda ni en el altillo ni en el baúl del abuelo ni bajo
ninguna alfombra. Después Nora estuvo en todas partes. Y todo
el aire estaba lleno de Nora.
Un hueco en las horas como el agujero en la tráquea de mi abuelo
Luis.
Un barrilete hecho mapamundi que busca en las alturas el sol, las
nubes, el cielo que no tiene.