Tiene algo de los cálculos de Einstein, de los devaneos de
Raskólnikov, del Dasein de Heidegger, del Aleph de Borges, del
ojo tajeado de el Perro andaluz de Buñuel el hueco que hay en las
horas.
El fondo de las cosas, dice Juarroz, no es la muerte o la vida.
Por esas orillas pasean las voces que oía Virginia Woolf. César
Vallejo hunde su mano y saca un muerto lleno de vida y nos
muestra algo del fondo de las cosas. Las cosas son las cosas.
Luego las cosas son lo que ponemos en las cosas. Luego las cosas
son las cosas. Pero el fondo no se ve: tenemos ojos ansiosos y los
ojos ansiosos suelen ser ojos de mirar. Pero intuyo que andan por
ahí los ojos que ya nos empezaron a nacer.
Un esternón abierto llena de luz el hospital. Es de noche. Pero los
pájaros que se oyen junto a las ventanas creen que ya ha amanecido.
Dos hombres encorvados siguen un camino de hormigas que parece
terminar en el fondo de las cosas. Es un Dante tomado de la mano
de un Virgilio: descienden por el hueco de las horas.
Un punto de fuga, un átomo encendido, un tris celestial, la unión
de dos voces que hacen un solo párpado, una sola llama. La
inauguración de lo ya vivido en los vértices del aire. Lo presente
se acuna, brilla de latido, ya es sed feroz de la memoria.
Una palabra por debajo de la puerta es una nueva puerta. Hay que
dejar la cama, el peine y las costumbres. Hay que vestirse de
argonauta. Soñar es preciso.
Voy a llamar a mi madre y le diré que sufrí un accidente: nací.
Un muchacho en el andén nada en sentido contrario la marcha del
tren al irse. Bracea las olas invisibles, agacha la cabeza y la vuelve
de costado. Su velocidad aumenta a medida que el tren aumenta su
marcha. Las olas invisibles lo despeinan, lo fatigan. Luego emprende
una caminata lenta. Lleno de aire.
Por el hueco de la tráquea de las horas baja la voz de mi abuelo
Luis: me pide que le patee una pelota.