Por la
escalera
oigo pasos.
Suben dejando
una pequeña huella
en el aire y desaparecen.
Después un portazo. Después alguien baja. Son tacos de mujer.
Pasos lentos. La mujer parece clavar cada escalón con el martillo
de sus tacos. Deben ser negros sus zapatos. Adivino una pollera,
el peso de una cartera bajo la axila derecha. La mujer camina hacia
la puerta de entrada: la puerta de salida, para ella. Se cruza con un
hombre al que conoce. Lo saluda. A él apenas alcanzo a oírlo. Ella
le dice que los escalones ya están clavados y que tenga cuidado con
los pasos que dejó un hombre hace unos minutos al subir.
En realidad, ella le dice al hombre otra cosa pero no puedo oírla y
como quería escribir esto que ahora escribo, imagino el diálogo.
Así las cosas, el hombre le contesta: lo que no harías si hubiera un
ascensor en este edificio.
Aire de mujer. Cortinas que baila el viento. Tendedero: se soltó de
su broche un bretel del vestido azul y nos deja ver la tortuga que
camina de perfil en busca de sombra.
Se ha vendido el terreno vacío donde imaginé una casa y sus
habitantes. Tendremos que mudarnos.
Salir malherido, casi herido de muerte, después de haber visto los
cuadros que Goya pintó sobre la guerra.
Ella me hablaba de modas. Y de lo mal que la trataba el vidrierista.
No pude dejar de imaginar un alegre diálogo con ella desde que la
vi en la vidriera de la casa de ropa. Qué hermoso maniquí era.
Hasta tuve la tentación de entrar al local y preguntar por su nombre.
Se la expulsa del mismo modo que nos quitamos una venda.
Una vez instalada en el aire, la herida encontrará su lugar en algún
hueco de las horas.
Respirar a conciencia. Inhalar el aire con sumo cuidado de modo
que no quede parte nuestra entre los estantes del aire. Una vez
completos, echarse a dormir, despreocuparse, soñar con lo puesto.